Cada día que pasa se revela como más inconsciente, cuando no perversa, la idea de ganar el Estado para hacer, luego, lo que sea con él. Porque, corriendo los días, muchos nos convencemos de que el Estado Moderno es una organización venenosa en sí misma, y que la acción de este veneno sólo puede reforzarse con el tamaño del Estado.
Ahora bien, España es bastante grande, y por ello su Estado está lleno de instituciones judiciales, ejecutivas, administrativas que funcionan a muchos niveles: municipal, local, regional, nacional… Todos estos niveles son ocupados por personas con intereses, que se relacionan con cuerpos cerrados en sí mismos, como partidos o corporaciones, y todos estos cuerpos tienen, también, sus intereses; además, como están cerrados, sus secretos son, forzosamente, inconfesables. Por tanto, cada vez uno de estos cuerpos, corporación o partido, penetra en la esfera del Estado, lo hace para alimentarse de él. Y mientras Zapatería Paco podría alimentarse de sus tratos con un dirigente municipal de segundo orden, Nike o Banco Santander se alimentarán directamente de la savia nutricia de las instituciones nacionales, a las que trasladarán sus exigencias. Es, pues, sencillamente estúpido seguir alimentando las esperanzas de las personas a través del Estado, pues éste no hace más que crecer en extensión, y doblegarse en intención, según los intereses de cuerpos extraños a él: cuerpos cuya esencia es, además, profundamente antidemocrática. En este estado de cosas, nadie parece advertir que la corrupción es imparable sin un cambio radical de estructura en las instituciones de gobierno.
El cambio radical que se precisa debería hacer máximamente sólidas, participativas y estables las instituciones locales, debería restringir al máximo las instituciones de nivel medio y nacional, y debería eliminar por completo las instituciones internacionales, así como las nacionales en los estados más grandes. Lo nacional debería existir sólo como lugar de acuerdos estratégicos ocasionales, o como frente popular de gestión de una amenaza exterior, si es que la hubiere. Pero, ¿un poder nacional permanente? El poder nacional permanente hoy sólo sirve de cortocircuito y pantalla entre el ciudadano y las corporaciones y partidos que saquean el Estado sin cesar. El poder nacional es el conducto de corrupción impune, sostenido y completamente inasequible a los ojos del ciudadano. Es un poder inmediatamente monstruoso, que desubica lo local y tiende el puente hacia lo global por la vía del crecimiento administrativo y la gestión de acuerdos a espaldas de todos nosotros.
No nos debe extrañar que el poder nacional haya destruido la soberanía de España. Él estaba ya en relación directa con el poder transnacional, con el que compartía lenguaje, carácter y modos de acción. Las necesidades de los grandes gobernantes, ministros, etcétera tienden, por su propia inercia y con la ayuda de instrumentos de comunicación modernos, a fomentar el establecimiento de alianzas entre éstos y otros de su clase, y estas alianzas se formalizan necesariamente a un nivel aún superior, que es el de los acuerdos interestatales, reflejado en cargos como los comisionados europeos, etcétera, que están todavía más a la espalda de los ciudadanos.
La respuesta a este orden de cosas debe consistir en un programa de destrucción de las instituciones internacionales y nacionales, y en la elaboración de un programa internacional de investigación operativa y coordinación económica y ecológica de áreas. En este programa, se crearían prototipos de instituciones flexibles y volátiles, pensadas para satisfacer proyectos específicos con un recorrido más o menos largo. La continuidad sería arrebatada a las macroinstituciones y macrogobiernos, y donada a las instituciones locales y a las vidas de las personas reales, que son las que deben ser continuas y pacíficas, mientras que ahora están desprotegidas y expuestas a ser afectadas por todo cambio que suceda tras la pantalla opaca de lo global, los mercados y las naciones. Es aquí, en la ciudad y en el poblado, donde se debe asegurar la vida y la política, mientras que todo lo demás nos sobra si la coordinación de abajo a arriba proporciona la suficiente estabilidad, así como una correcta planificación de recursos y proyectos a medio-largo plazo.
Simplemente, los Estados-nación, al igual que los mercados desregulados y el sistema de incentivos a la innovación descontrolada en todas las disciplinas, constituyen esquemas organizativos válidos para etapas de crecimiento, e inválidos para etapas de búsqueda de la estabilidad. En el crecimiento existe la desigualdad, y hasta la desigualdad es condición de crecimiento; la estabilidad necesita en cambio reducir la desigualdad y desincentivar la producción de cargos, de dispositivos y de nuevos saberes. Necesita, por tanto, frenar los espacios virtuales de evolución para fomentar la estabilización de los territorios.
Muchos llaman decrecentismo a lo que nosotros llamamos estabilización, y así, tienden a ofrecer una imagen pesimista y esquemática de la política del futuro. El decrecentismo, tal y como se lo predica habitualmente, parece consistir tan sólo en una disminución de los niveles globales de producción, cuyo objetivo es frenar el cambio climático o la destrucción del medio ambiente. Nosotros entendemos la estabilización como una expresión más amplia, radical e ilusionante de la idea de decrecimiento, que va a tratar de ofrecer una imagen alternativa de ciudad, de territorio y de cultura. En lo sucesivo nos esforzaremos en proporcionar más elementos que contribuyan a perfilar esta imagen.
La estabilización es un movimiento lógico y racional que supone un avance en el civismo, la política, la ecología, la tecnología y la ciencia. La estabilización parte del siguiente objetivo fundamental: retraer progresivamente las instituciones de poder -gobiernos y empresas- hacia lo local. Al asegurar los espacios locales de acción y de gestión del saber, la estabilización busca comprometer el naufragio de culturas ancestrales, y busca aclimatar las nuevas tecnologías y ciencias en un ámbito popular en el que éstas puedan germinar y construir cultura. Pues la cultura no existe si son sólo unos expertos y tecnócratas quienes la poseen y practican fuera de las calles. En el movimiento de localización que es la estabilización, los cuerpos -las personas reales- crean, ya sea en la ciudad o en el campo, la cultura que últimamente sólo crece como malformación congénita del horrendo cuerpo del Parlamento o el laboratorio secreto; cultura cuyos subproductos, en lo que toca al consumo popular, son la televisión y el centro comercial. La idea de estabilización suscita la necesidad de devolver la cultura a la calle, y alejarla de centros secretos y privados. En una civilización estable, podremos ver exposiciones científicas en las calles y tendremos tiempo para experimentar con tecnologías antiguas y nuevas, porque no existirá el régimen de necesitación que obliga a las personas a satisfacer las necesidades expansivas de instituciones intrínsecamente enfermas, como la empresa capitalista o la administración pública del tipo moderno. Estas necesidad expansiva, que obliga a los ciudadanos a invertir su tiempo en la satisfacción de intereses ajenos, es la que impide el libre ejercicio de los cuerpos y los intelectos, y es, por tanto, el mayor principio autoritario que existe. Un régimen de estabilización y empoderamiento popular pide paso en las calles, y pide verse reflejado en la eliminación de estas coacciones.
La estabilización es, pues, un movimiento que liga lo local -hasta ahora desligado- al darle una cultura propia o, más bien, al devolverle la posibilidad de tenerla. Esta ligazón había sido la fuente del avance histórico y ahora está secuestrada por los requisitos que imponen las macrocorporaciones y macroinstituciones globales. La estabilización no niega los vínculos globales entre localidades y regiones, puesto que está dispuesta a efectuar vínculos más o menos ocasionales, según la necesidad, y siempre que estos vínculos signifiquen un enriquecimiento real. La estabilización parte de la noción de que un régimen global de producción centrado en las necesidades de la ciudad expansiva es altamente deletéreo en un sentido evolucionista, es decir, que es un modo de organización explosivo y de corto recorrido. La estabilización propone eliminar las instituciones que socavan la estabilidad de los lugares, para religar a éstos con su entorno, y fijar la economía y la cultura a sus ecosistemas más inmediatos. Consideramos que sólo esta maximización de los vínculos locales, correlativa a la minimización de los vínculos globales, puede ser sostenible; y que sólo ella significará un aumento sensible de nuestra libertad.
La estabilización necesita, antes lo dijimos, de un proceso destructivo y decrecentista capaz de subvertir los mecanismos atropellados e irracionales que operan actualmente en lo global, y cuyo resultado es la proliferación de cargos administrativos y tecnocráticos al nivel del Estado y por encima de él, siempre a espaldas de las personas y de la vida real.
La estabilización es una guerra contra el futuro de la marquesina, el escaparate, el deseo manufacturado y el fondo de inversión; y a favor del futuro de la libertad, la asociación y la ciudad científica, filosófica y tecnológicamente avanzada. Una guerra a la centralización por parte de la difusión; una guerra a la totalidad monocorde y con pies de barro por parte de una pluralidad sostenible y fundada en el territorio. Es una guerra que la libertad y la racionalidad hacen contra la tácita aceptación de la Historia y sus devenires ciegos, en cuyos precipicios nuestra civilización podría muy pronto consumirse. Es, en fin, una guerra que los humanos hacemos contra nuestra parte más animal: de la estimación y la proposición, contra nuestra terca adhesión a regímenes obsoletos que ya no nos garantizan nada y que, a día de hoy, sólo nos pueden ponernos en peligro.