En un artículo publicado en El Diario, Fernando García-Quero, de Economistas sin Fronteras, ha sometido a crítica al sistema de producción académica. El artículo, titulado «Crisis y universidad: de intelectuales a hacedores de papers», plantea la tesis de que el sistema actual de producción académica es una causa determinante en la degradación del espíritu crítico entre los profesionales universitarios, y avisa de las graves consecuencias que esta degradación tendrá para nuestra democracia. Acepto, desde luego, la tesis del autor. Ahora bien: me pregunto si acaso no habría que completar su análisis crítico con algunas puntualizaciones que desterritorializasen y enriquecieran dicho análisis.
Me explico. Por una parte, el problema de la degradación de la industria del saber no es un problema español, sino que debe ser reinscrito en el ámbito de lo global, pues éste es el contexto al que pertenece la industria del saber. El problema debe, por tanto, ser desterritorializado. Y debe ser enriquecido, al menos en sus dimensiones histórica y social: puesto que, a pesar de todo, el saber sigue teniendo una dimensión histórica -en tanto que tradición acumulativa de productos- y social -en virtud de sus relaciones con el resto de la cultura-.
En este artículo, pues, trataré de aprovechar la validez de los análisis de García-Quero para generalizar sus conclusiones en el sentido de una crítica cultural e historicista. Creo razonable afirmar que estas generalizaciones enriquecen los planteamientos de García-Quero, ofreciéndonos una perspectiva más profunda y reveladora del problema en cuestión.
Sostengo que el ritmo de producción de papers académicos exigido en la actualidad es incompatible con el éxito de todo programa de divulgación de ese conocimiento que se exige producir. Esto se debe a que los departamentos universitarios, los programas de innovación de gobiernos y empresas, y las revistas producen conocimiento a un ritmo muchísimo mayor del que la cultura jamás sería capaz de absorber. Considero este hecho determinante a efectos del aumento de la brecha entre expertos -y quienes les subvencionan- y legos -aquellos que consumen los productos de quienes subvencionan a los expertos-.
Se dirá que cada día hay más divulgación y que, si el lego no quiere aprender, es «porque no quiere». Y yo contesto: ¿no será, más bien, porque no puede?
Lo cual es otro modo de confesar: somos seres finitos, y finito es también el esfuerzo que podemos dedicar a nuestras tareas.
Pero, ¿por qué hablar sólo de los legos? Podríamos muy bien preguntar: ¿qué científico domina hoy una panorámica de todas las ciencias? Y aún: ¿qué científico domina una panorámica suficientemente detallada de su ciencia?
Es evidente que hoy día nos necesitamos los unos a los otros; pero también lo es que recoger, en una sola cabeza, un panorama global de todas las ciencias, se ha convertido en una tarea imposible. Y esta posibilidad de adquirir un panorama global de, al menos, varias ciencias sería muy ventajosa, puesto que ayudaría a engendrar conexiones felices entre disciplinas. Tales conexiones, por su parte, proporcionarían coherencia a los sistemas de pensamiento individual, una coherencia que quizás pudiera ser vertida sobre la cultura en general, con el efecto probable de mejorar notablemente la calidad de las decisiones personales, no menos que los mecanismos democráticos de decisión.
Gottfried Leibniz, en el siglo XVII, fue con toda probabilidad uno de los últimos pensadores que tuvo a su disposición este panorama general: algo con resonancias de proyecto de sabiduría universal. Mas, en nuestros días, tanto el volumen de conocimiento ya producido, como el ritmo de producción de nuevos estudios, frustran por completo la posibilidad de que surjan sujetos como Leibniz.
Y si Leibniz era un genio, ¿qué será de alguien mediocre como nosotros, personas confinadas a la especialidad y a una educación utilitaria, analítica y desmembradora del saber?
De este problema se pueden extraer, al menos, las dos consecuencias siguientes:
1) no sólo la ignorancia del lego será cada vez mayor, en proporción a los avances de cada disciplina, sino que el empobrecimiento de su cultura, que no es otra cosa que el sistema de cultos en que se inscribe la vida social del individuo, hará que un gran número de personas se acojan a ideas pseudocientíficas y supersticiosas. Los charlatanes, mistagogos y oportunistas que integren estos fragmentos de saber en un mensaje nítido, simple y orientado a las preocupaciones cotidianas de las personas culturalmente empobrecidas, simplemente se llevarán el gato al agua. Pregúntate si acaso no es ésta la tendencia general observable en nuestra cultura.
2) Pero también las ciencias mismas se degradarán, pues el trabajo interdisciplinar será casi imposible en un contexto en que los tecnicismos disciplinares absorben gran parte de la capacidad de los investigadores, y dificultan la comunicación entre disciplinas. Por otra parte, el hecho de que las distintas historias científicas no puedan ser concebiblemente articuladas de modo que constituyan relatos que proporcionen un sentido de realidad a las personas, ejercerá, a su vez, un efecto de feedback sobre el problema indicado en (1).
Estas paradojas acerca del futuro de las ciencias, y del sistema académico en general, han sido desarrolladas en amplitud por el historiador Thomas Kuhn, quien sostiene que el avance científico se produce en la dirección de la progresiva especiación y el alejamiento mutuo entre las distintas ramas del saber. Según el historiador y filósofo Michel Foucault, este proceso se desarrolla enteramente de acuerdo con el modo de producción competitivo e industrial característico de nuestra civilización.
La industria del saber: monstruo antidemocrático, falda de retales, máquina abstracta de producción y reproducción incondicionada de lo mismo.
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